domingo, mayo 15, 2005

País efervescente

Por obra y gracia de una leguleyada Santafe regresará una semana después de los sucesos por todos conocidos a jugar al Campín. El jueves después de los hechos cuando la efervescencia estaba en su punto más alto todas las voces pedían "la más drástica de las sanciones", la alcaldía anunciaba medidas de todo tipo, la policía prometía recontrareforzar los controles además de las ya conocidas investigaciones exhaustivas y el periodismo no se cansaba de condenar "tanta violencia y tanta barbarie" sin reconocer jamás su altísima cuota de responsabilidad en el fenómeno. Menos de una semana después, pasada la efervescencia poco o nada queda. ¿De verdad debemos sorprendernos? No deberíamos. Este además de ser un país de cafres, de hampones, de rateros y oportunistas es un país de efervescencias. Sucede algo como lo del miércoles (por lo general este tipo de sucesos son bastante previsibles pero nada se hace para impedirlos) y al día siguiente todo el mundo aprovecha para masturbar su respectivo ego recordando, cada uno en su campo, que es más bueno que los demás. Ocurrido el suceso no se escuchan sino voces condenando "tanta maldad" promesas de que no volverá a suceder, medidas de todo tipo y, como ya decía, promesas de investigaciones exhaustivas para "dar con el paradero de los responsables". El alcalde, el director de la policía y demás autoridades agradecen a la divina providencia que se presenten hechos como este pues así tienen su cuarto de hora en los medios para llenarse la boca de promesas, condenas y, ante todo, para un buen pajazo del ego mostrandose como los más buenos y los más indignados ante la teleudiencia, también indignada. Pasan unos días, baja la efervescencia, y las cosas vuelven a su cauce normal; las medidas prometidas no se llevan a cabo o si se implementan se hace de una forma muy mediocre pues si en efecto se acaba con el problema el alcalde y los generales no volverán a tener "cuartos de hora" muy útiles para los propósitos ya mencionados; los periodistas que exigían la hoguera para quienes provocaron "tanta barbarie" (olvidando que ellos son los primeros en la lista) y la "sanción más dura posible" se olvidan del tema y más bien hacen fuerza para que la sanción no sea muy severa pues un desplazamiento a otra plaza además de las molestias que les genera a sus majestades puede representar pérdidas económicas; los directivos que en la efervescencia también unieron sus voces a aquellas que reclamaban la "más dura de las sanciones" en la resaca se dan cuenta que las pérdidas económicas serían gigantescas y se dedican entonces a instigar y presionar a la comisión de disciplina y castigo de la Dimayor para que la sanción sea reducida o perdonada por completo y, finalmente, los hinchas que durante la efervescencia no se escaparaon de caer en el unanimismo asumiendo posiciones sorprendentemente reflexivas echan cuentas y descubren que de Bogotá a Tunja ahora hay como cinco peajes por lo que lo mejor si es que el equipo se quede en casa. Y mientras todos ellos al compás de la efervescencia cambian de opinión otros, calladitos, agradecen que este sea un país de efervescencias. Me refiero a los policías razos, a los vendedores ambulantes y a todos aquellos que el miércoles volverán a facilitar las cosas ( "chan con chan" de por medio) para que los puñales, el aguardiente y la marihuana no falten en el máximo escenario deportivo de los capitalinos. Y en el palco estarán una vez más Lucho, el general Castro y el presidente Méndez haciendose una vez más los de la vista gorda pues ellos más que nadie tienen claro que es necesario volver a dejar crecer al monstruo para que una nueva efervescencia les permita un nuevo pajazo colectivo como el vimos el jueves de la semana anterior. Pajazo que a nadie debe sorprenderle pues este es un país de leyes y normas que están ahí para que no se cumplan y que sirven simplemente para mostrar lo buenos que somos todos. Efervescencias como esta no son sino la agudización de uno de los rasgos más colombianos de la colombianidad: las condenas, las promesas que evidencian nuestra fe ciega en que el texto (en este caso la ley) da cuenta de la realidad cuando en realidad, y valga la redundancia, nadie está dispuesto a ceder un ápice para que de alguna forma prime el bien común sobre los intereses individuales. Finalmente, todos se dan cuenta que todos estan de acuerdo en que cada uno siga con su negocio y que es una estupidez "pisarnos las mangueras". Todos vuelven entonces a delinquir animados y revitalizados por esa verborrea de la efervescencia que les permitió sentirse, normas, resoluciones y decretos de por medio que ellos son los primeros en violar, adalides de la moral y las buenas costumbres en medio de un consenso que evita cualquier inento de autoreflexividad mediante el maldito lugar común del "dejen trabajar".